David Good no era un viajero nato ni tenía espíritu
aventurero: el hábitat verde al que estaba acostumbrado era el de los
parques y jardines de Pensilvania, el estado del este de Estados Unidos
donde vivía, y su viaje al Amazonas venezolano era su primera excursión
fuera del país desde su niñez.
Este joven, de 25 años, había sido criado por
padres de distintos países, algo bastante común en el barrio. Pero allí
terminaba toda semejanza con sus vecinos y amigos: mientras que su padre
era estadounidense, su madre provenía de una tribu de un rincón remoto
de la selva amazónica.Jacinto, un indígena de la zona, se encargó de llevarlo río arriba, maniobrando la lancha por rápidos, cada vez más adentro de la selva.
Cuando escucharon gritos desde la orilla, le dijo: las voces no podía ser sino de los yanomamis, porque "ningún blanco vive tan río arriba".
"Comenzaron a gritar 'motor, motor'... todo un acontecimiento. No escuchan el ruido de motores muy seguido", cuenta Good.
Los estaban esperando: desde más abajo se había corrido la voz de que un pequeño bote estaba en camino. Hombres, mujeres y niños habían llegado hasta la orilla desde la aldea cercana, Hasupuweteri.
"Se aglomeraron a mi alrededor. Tenía tantas manos encima, tocándome las orejas, la nariz, acariciándome el pelo…"
Con 1,6 metros de altura, David estaba acostumbrado a ser siempre el más bajo de su grupo. Se puso nervioso cuando se vio rodeado de personas a las que les sacaba una cabeza: los yanomamis son uno de los grupos étnicos de menor estatura promedio en el mundo.
No era la primera vez que los habitantes de Hasupuweteri se veían cara a cara con un nabuh, como llaman al hombre blanco. Antes habían llegado antropólogos, médicos y misioneros.
Pero David era diferente. No venía a investigarlos, curarlos o convertirlos.
Ellos sabían que venía a buscar a su madre
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